Eran las cinco de la mañana y él seguía despierto. A pesar del día largo, no logró conciliar el sueño. Y ahora, a una hora de tener que levantarse, era en vano seguir intentándolo.
Prefirió concentrarse en ella, quien tampoco podía dormirse.
Él le besó tiernamente la espalda y los hombros. Ella sonreía sin mirarlo. Giró y lo miró a los ojos. Él le acarició una mejilla y le comenzó a acariciar el pelo.
Ella cerró los ojos, para dejarse llevar por el éxtasis que le provocaban las caricias de él. Al rato, se quedó finalmente dormida.
Él no podía dejar de mirarla, de admirarla. Estaba hipnotizado.
Se le erizaba la piel, tal era el efecto que ella causaba en él. No pensaba en otra cosa más que en abrazarla, protegerla, amarla...
- Qué linda sos, la puta madre, murmuró para sí.
Ella, dormida, lo buscó. A tientas, lo encontró, lo abrazó y respiró profundamente. Ahora estaba tranquila. Como que, el haberlo encontrado, le dió una sensación de pertenencia; que estaba donde debía y quería estar. Ella volvió a abrir los ojos. Se acomodó, para quedar frente a él. Por un instante, que les pareció eterno, se miraron; amándose.
Ella le dió un beso en la frente y se acomodó otra vez, para seguir durmiendo.
Él le besó la espalda y le susurró: - Dulces sueños, amor.
19 de diciembre de 2013
11 de diciembre de 2013
El Electricista
Hace ya un tiempo largo que se veían, se encontraban y se encerraban en el departamento. Dicen que la repetición se torna aburrida, que la rutina mata a la pasión. Ellos no supieron nunca de este dicho, lo ignoraban por completo.
Él iba siempre los viernes, pasadas las siete. Tocaba el timbre del edificio, en la calle Gascón, y esperaba. Ahí aparecía ella, quien merece un párrafo aparte.
Morocha, flaca y alta. Bien proporcionada, curvas prolijas y una sonrisa más peligrosa que una célula de Al Qaeda. Inteligente, simpática y muy cabrona. Bravísima.
En el hall del edificio, siempre era todo etiqueta y corrección, no fuera cosa que se cruzaran a algún vecino. La casualidad, a veces, es inoportuna. Cuando entraban al ascensor, la historia era otra.
A ella le gustaba azotarlo contra una de las paredes del ascensor, y besarlo con todas las ganas que guardó en la semana. Él se dejaba arrastrar. Era el más joven, casi inexperto, pero le encantaba que ese mar embravecido hecho mujer, se lo llevara puesto.
Una ola tras otra, rompían contra él. Se enredaban en la incomodidad de las puertas, las hebillas, cierres y botones.
Ella dominaba todo el plano, toda la escena, de principio a fin. Era la actriz protagónica, aunque él de vez en cuando le disputara ese protagonismo.
Todo pasaba a la velocidad justa, con la rapidez que le imprimía el deseo, con la lentitud que supone el disfrute.
Recién estando sosegados, era cuando comenzaban a intercambiar palabras. Ella abrazada a él, contándole sus cosas, su vida. Él acariciándole el pelo, la escuchaba atento. Desde el principio, hubo un acuerdo tácito, que ponía al deseo como una prioridad.
Viernes, sábado y domingo a la madrugada, casi tres días juntos, solos, encerrados en el departamento, vaciándose el deseo.
Pasaron ya cinco años de esa experiencia, pero él recuerda todavía hasta los detalles más íntimos. Desde estar acostados, mirando al techo y fumando del mismo cigarrillo en silencio, hasta la costumbre de ella, de usar sus camisas como pijamas.
Esto era algo temporal, con una fecha de vencimiento. Fecha incierta, pero inminente. Ambos lo sabían, aunque no lo decían. No querían asumirlo, pero, de a poco, uno se estaba convirtiendo en la adicción del otro y viceversa.
Llegó finalmente el momento. La temporalidad de la relación se hizo una realidad, mezclándose con una sensación de abandono y algo de tragicomedia. Un trago amargo, que a él le pegó bien fuerte.
Un domingo se dieron una serie de eventos, que culminaron en el final.
Él, ellos en realidad, se quedaron dormidos más tiempo del usual, exhaustos después de una madrugada feroz, como si hubieran presentido lo que iba a pasar.
9 de la mañana, suena el timbre. "¿quién carajo puede ser a esta hora?", los dos se preguntaron lo mismo. Ella se levanta y atiende, voltea hacia él, seria. - Mi ex con los nenes, dice.
Empiezan a discutir, nerviosos los dos. Ella lo quiere esconder, él se niega. - No sé para qué me tengo que esconder, si están divorciados ustedes. Ella le grita que es pendejo todavía, que no entiende nada.
Todo se rompió.
Bajan en el ascensor, en silencio los dos. Pero en el 2do piso no se aguantan y se besan, consumiendo las últimas gotas de lo que alguna vez fué un excelente vino, hasta la planta baja. Era el final.
Van hasta la puerta. El "otro" mira desconfiado y apenas la puerta se abre, pregunta quién es él. Ella se apura a responder: - Es el electricista, vino a hacerme un presupuesto, por un par de cosas que no funcionan, luces, un toma y el secador de pelo.
El electricista. Él mastica ese garrón, intentando tragarlo lo más rápido posible. Entiende que, para eso, se tiene que ir ya. Saluda y se va, pero el "otro" lo frena. - Flaco, dejame tu número, así también te llamo yo, que tengo un ventilador que no me funciona y no sé qué tiene. Él, todavía en una nebulosa, tratando de entender qué pasaba, mecánicamente anota el número en un papel y se lo da.
El "otro" remata la escena, diciéndole en tono socarrón: - Ojo con ella, no sea cosa que te quiera levantar, mirá que es peligrosa eh. Y se ríe estruendosamente.
Él, muy tranquilo, le responde: - Solamente soy el electricista, don.
Él iba siempre los viernes, pasadas las siete. Tocaba el timbre del edificio, en la calle Gascón, y esperaba. Ahí aparecía ella, quien merece un párrafo aparte.
Morocha, flaca y alta. Bien proporcionada, curvas prolijas y una sonrisa más peligrosa que una célula de Al Qaeda. Inteligente, simpática y muy cabrona. Bravísima.
En el hall del edificio, siempre era todo etiqueta y corrección, no fuera cosa que se cruzaran a algún vecino. La casualidad, a veces, es inoportuna. Cuando entraban al ascensor, la historia era otra.
A ella le gustaba azotarlo contra una de las paredes del ascensor, y besarlo con todas las ganas que guardó en la semana. Él se dejaba arrastrar. Era el más joven, casi inexperto, pero le encantaba que ese mar embravecido hecho mujer, se lo llevara puesto.
Una ola tras otra, rompían contra él. Se enredaban en la incomodidad de las puertas, las hebillas, cierres y botones.
Ella dominaba todo el plano, toda la escena, de principio a fin. Era la actriz protagónica, aunque él de vez en cuando le disputara ese protagonismo.
Todo pasaba a la velocidad justa, con la rapidez que le imprimía el deseo, con la lentitud que supone el disfrute.
Recién estando sosegados, era cuando comenzaban a intercambiar palabras. Ella abrazada a él, contándole sus cosas, su vida. Él acariciándole el pelo, la escuchaba atento. Desde el principio, hubo un acuerdo tácito, que ponía al deseo como una prioridad.
Viernes, sábado y domingo a la madrugada, casi tres días juntos, solos, encerrados en el departamento, vaciándose el deseo.
Pasaron ya cinco años de esa experiencia, pero él recuerda todavía hasta los detalles más íntimos. Desde estar acostados, mirando al techo y fumando del mismo cigarrillo en silencio, hasta la costumbre de ella, de usar sus camisas como pijamas.
Esto era algo temporal, con una fecha de vencimiento. Fecha incierta, pero inminente. Ambos lo sabían, aunque no lo decían. No querían asumirlo, pero, de a poco, uno se estaba convirtiendo en la adicción del otro y viceversa.
Llegó finalmente el momento. La temporalidad de la relación se hizo una realidad, mezclándose con una sensación de abandono y algo de tragicomedia. Un trago amargo, que a él le pegó bien fuerte.
Un domingo se dieron una serie de eventos, que culminaron en el final.
Él, ellos en realidad, se quedaron dormidos más tiempo del usual, exhaustos después de una madrugada feroz, como si hubieran presentido lo que iba a pasar.
9 de la mañana, suena el timbre. "¿quién carajo puede ser a esta hora?", los dos se preguntaron lo mismo. Ella se levanta y atiende, voltea hacia él, seria. - Mi ex con los nenes, dice.
Empiezan a discutir, nerviosos los dos. Ella lo quiere esconder, él se niega. - No sé para qué me tengo que esconder, si están divorciados ustedes. Ella le grita que es pendejo todavía, que no entiende nada.
Todo se rompió.
Bajan en el ascensor, en silencio los dos. Pero en el 2do piso no se aguantan y se besan, consumiendo las últimas gotas de lo que alguna vez fué un excelente vino, hasta la planta baja. Era el final.
Van hasta la puerta. El "otro" mira desconfiado y apenas la puerta se abre, pregunta quién es él. Ella se apura a responder: - Es el electricista, vino a hacerme un presupuesto, por un par de cosas que no funcionan, luces, un toma y el secador de pelo.
El electricista. Él mastica ese garrón, intentando tragarlo lo más rápido posible. Entiende que, para eso, se tiene que ir ya. Saluda y se va, pero el "otro" lo frena. - Flaco, dejame tu número, así también te llamo yo, que tengo un ventilador que no me funciona y no sé qué tiene. Él, todavía en una nebulosa, tratando de entender qué pasaba, mecánicamente anota el número en un papel y se lo da.
El "otro" remata la escena, diciéndole en tono socarrón: - Ojo con ella, no sea cosa que te quiera levantar, mirá que es peligrosa eh. Y se ríe estruendosamente.
Él, muy tranquilo, le responde: - Solamente soy el electricista, don.
6 de noviembre de 2013
La soberbia.
Todo lo puedo solo. Sé resolver mis problemas solo. Puedo afrontar una tormenta sentimental, un huracán mental solo. Siempre pude todo solo. Aprendí a escribir solo, aprendí a sumar solo, aprendí todo solo. Y es que desde afuera también exacerbaron todo. Soy capaz de todo.
La soberbia me consume, me corroe, circula por mis venas y sale al exterior con una exhalación de nube tóxica con olor a podrido. Soy poderoso, omnipotente, el que todo lo puede. Ahí estoy, en mi pedestal de mármol, admirando todo lo que puedo hacer solo, sin ayuda de nadie.
Pude capear perfectamente una tormenta propia, hasta que, desde el norte y sur, bajaron en simultáneo otras dos tormentas. Más grandes, más viejas, más poderosas. Desde mi pedestal de mármol me preparé igual. Nada de lo que viniera me podía asustar y menos voltear.
Pero eso no pasó. Las tormentas se juntaron en una sola. La tormenta perfecta. Ahora trago y escupo agua salada constantemente, tratando de no ahogarme, de que la tormenta no me tape. El primer oleaje destruyó mi pedestal, pero el orgullo me sigue haciendo aguantar.
Y ahora tengo que volver, a aquello que alguna vez renegué hasta el cansancio. No me queda otra, estoy atrapado. Tengo que levantar la mano, pidiendo ayuda. Quedo patético y débil. Flojo y pequeño, pero sé bien que no me queda otra. Si quiero vivir, no me queda otra.
Levanto la mano y acepto mi derrota. El agua hasta el cuello es elocuente, no me queda otra. Siento como el veneno corre por mis venas. Otrora omnipotente, muy débil ahora. La soberbia no me salvó. La soberbia me hundió sin que yo me diera cuenta.
La soberbia soy yo. Me hundí solo y todavía me cuesta creerlo. No hay pedestal, no hay agua salada, no hay tormenta. Vacío, sólo hay vacío, dentro de mi cabeza.
La soberbia me consume, me corroe, circula por mis venas y sale al exterior con una exhalación de nube tóxica con olor a podrido. Soy poderoso, omnipotente, el que todo lo puede. Ahí estoy, en mi pedestal de mármol, admirando todo lo que puedo hacer solo, sin ayuda de nadie.
Pude capear perfectamente una tormenta propia, hasta que, desde el norte y sur, bajaron en simultáneo otras dos tormentas. Más grandes, más viejas, más poderosas. Desde mi pedestal de mármol me preparé igual. Nada de lo que viniera me podía asustar y menos voltear.
Pero eso no pasó. Las tormentas se juntaron en una sola. La tormenta perfecta. Ahora trago y escupo agua salada constantemente, tratando de no ahogarme, de que la tormenta no me tape. El primer oleaje destruyó mi pedestal, pero el orgullo me sigue haciendo aguantar.
Y ahora tengo que volver, a aquello que alguna vez renegué hasta el cansancio. No me queda otra, estoy atrapado. Tengo que levantar la mano, pidiendo ayuda. Quedo patético y débil. Flojo y pequeño, pero sé bien que no me queda otra. Si quiero vivir, no me queda otra.
Levanto la mano y acepto mi derrota. El agua hasta el cuello es elocuente, no me queda otra. Siento como el veneno corre por mis venas. Otrora omnipotente, muy débil ahora. La soberbia no me salvó. La soberbia me hundió sin que yo me diera cuenta.
La soberbia soy yo. Me hundí solo y todavía me cuesta creerlo. No hay pedestal, no hay agua salada, no hay tormenta. Vacío, sólo hay vacío, dentro de mi cabeza.
16 de octubre de 2013
La furia.
Es un estado constante de ebullición. Una bola de fuego que baja desde va cabeza hasta el pecho y su estómago. Temblores constantes que no son producto del miedo, es la ira que tiene contenida, que lleva adentro.
Siempre tensos los músculos, esperando un ataque para responder con energía, con furia. Un ataque que nunca llega, porque no existe. Un estado belicoso constante, que nunca baja la guardia.
No es el mal, el mal es otra cosa. Pero, como el mal, nunca descansa.
La furia no lo deja dormir, no lo deja pensar. No lo deja.
La furia lo domina. Lo manipula, lo lleva, lo maneja. Pero la furia no se muestra si no es necesario. Es astuta, ladina, traicionera. Se oculta entre los matorrales del monte. Agazapada, paciente, fría y calculadora, espera. Espera pero no deja de atacar.
Incursiona todo el tiempo, ataca y se retira, ataca y se retira. La furia es maestra consumada en el arte de la guerra psicológica. Una guerra psicológica que nunca termina. Él lo sabe.
La furia, durante esta larga guerra, le fue acotando el terreno. Le quitó, poco a poco, cualquier rastro de sentimientos.
Primero dejó de reír, luego dejó de sonreír y ahora cada vez le cuesta mas abrazar. Sólo existen miradas duras, rostros de piedra. La furia conquista y arrasa. Su mente huele a tierra quemada.
Sólo hay humo y fuego, desolados páramos dominan el horizonte.
Está cansado, la furia lo sabe, agotado de tanto pelear. Sólo quiere tranquilidad, silencio, paz. Una paz que la furia nunca le va a dar. Se deja vencer, poco a poco, convencido de que la muerte lo va a proteger, lo va a alejar de la furia. Piensa que va a poder descansar, oír el silencio, estar en paz.
Pero la furia siempre está, siempre queda, es la sombra que nunca abandona.
Siempre tensos los músculos, esperando un ataque para responder con energía, con furia. Un ataque que nunca llega, porque no existe. Un estado belicoso constante, que nunca baja la guardia.
No es el mal, el mal es otra cosa. Pero, como el mal, nunca descansa.
La furia no lo deja dormir, no lo deja pensar. No lo deja.
La furia lo domina. Lo manipula, lo lleva, lo maneja. Pero la furia no se muestra si no es necesario. Es astuta, ladina, traicionera. Se oculta entre los matorrales del monte. Agazapada, paciente, fría y calculadora, espera. Espera pero no deja de atacar.
Incursiona todo el tiempo, ataca y se retira, ataca y se retira. La furia es maestra consumada en el arte de la guerra psicológica. Una guerra psicológica que nunca termina. Él lo sabe.
La furia, durante esta larga guerra, le fue acotando el terreno. Le quitó, poco a poco, cualquier rastro de sentimientos.
Primero dejó de reír, luego dejó de sonreír y ahora cada vez le cuesta mas abrazar. Sólo existen miradas duras, rostros de piedra. La furia conquista y arrasa. Su mente huele a tierra quemada.
Sólo hay humo y fuego, desolados páramos dominan el horizonte.
Está cansado, la furia lo sabe, agotado de tanto pelear. Sólo quiere tranquilidad, silencio, paz. Una paz que la furia nunca le va a dar. Se deja vencer, poco a poco, convencido de que la muerte lo va a proteger, lo va a alejar de la furia. Piensa que va a poder descansar, oír el silencio, estar en paz.
Pero la furia siempre está, siempre queda, es la sombra que nunca abandona.
10 de octubre de 2013
El Destiempo.
Llego a destiempo, siempre tarde. Y encima, mala suerte, Castrilli me dirige. Y el Sheriff no deja pasar una. Cobra la falta y, de yapa, me da un reto a la pasada: "Siempre tarde vos, pibe"
Me trago la bronca, tiene razón. Siempre llego tarde a todo.
Llego tarde porque sí, no le encuentro una explicación. Siempre corro, intentando llegar antes, y no. Siempre tarde.
Me sale mas bronca.
Y encima hay quien te dice: "Y... Si hubieras llegado antes", "si hubieras venido a tiempo... Quién sabe, quizás...".
Todos supuestos, todas teorías. Todos científicos que se olvidaron del empirismo, de la experiencia.
¿De qué experiencia me hablan, si llego siempre a destiempo?.
En mi defensa, quiero decir que nunca hay intención real de llegar a destiempo. Es lo único que nunca pude calcular, nunca llego al resultado correcto. Siempre erro, cuando se trata de llegar, y termino llegando a destiempo.
Lo peor no es llegar a destiempo, lo peor es lo que perdés llegando a destiempo. Porque te sacan tarjeta amarilla, otra mas, y no jugás el partido que viene. Porque estirás los brazos, para un abrazo que ya no existe. Porque la palabra de aliento, se la llevó el viento.
Vivir a destiempo, es vivir fuera de fase, fuera de tiempo y de frecuencia. Vivir a destiempo es vivir distorsionado de la realidad. No mucho, pero la distorsión está.
Suena la alarma, me despierto cinco minutos después, ya estoy a destiempo otra vez.
Me trago la bronca, tiene razón. Siempre llego tarde a todo.
Llego tarde porque sí, no le encuentro una explicación. Siempre corro, intentando llegar antes, y no. Siempre tarde.
Me sale mas bronca.
Y encima hay quien te dice: "Y... Si hubieras llegado antes", "si hubieras venido a tiempo... Quién sabe, quizás...".
Todos supuestos, todas teorías. Todos científicos que se olvidaron del empirismo, de la experiencia.
¿De qué experiencia me hablan, si llego siempre a destiempo?.
En mi defensa, quiero decir que nunca hay intención real de llegar a destiempo. Es lo único que nunca pude calcular, nunca llego al resultado correcto. Siempre erro, cuando se trata de llegar, y termino llegando a destiempo.
Lo peor no es llegar a destiempo, lo peor es lo que perdés llegando a destiempo. Porque te sacan tarjeta amarilla, otra mas, y no jugás el partido que viene. Porque estirás los brazos, para un abrazo que ya no existe. Porque la palabra de aliento, se la llevó el viento.
Vivir a destiempo, es vivir fuera de fase, fuera de tiempo y de frecuencia. Vivir a destiempo es vivir distorsionado de la realidad. No mucho, pero la distorsión está.
Suena la alarma, me despierto cinco minutos después, ya estoy a destiempo otra vez.
13 de septiembre de 2013
El Evangelista
Dedicado a Juancho, un pibe que sigue siendo del Conurbano, de parte del Walter White de Berazategui.
Año 2001. Año de una debacle social, política y económica del país, y mis viejos planeando mudarse. Hace tiempo que buscaban una casa que se pudiera llamar así, para salir de una vez, de ese ranchito que armó mi viejo en el fondo de lo de mi abuelo y que ya nos quedaba chico a los cuatro.
Ni mi hermana ni yo, participamos activamente en esta búsqueda de nuevo domicilio. Pero, cuando mis viejos tenían la decisión trabada entre dos casas, se acordaron de sumarnos.
Al final nos quedamos con una casa grande, con patio adelante y un fondo, una habitación para cada uno y el lujo de dos baños. Los dueños eran unos evangelistas, que se mudaban a una casa mas chica, para poner la diferencia en la construcción de una iglesia. Cosa rara la religión, que te hace vender aquello que construiste con tus propias manos. Cuestión de fé, dicen.
Cuando vi la casa por primera vez, me dió un poco de impresión, el cartel de chapa enorme que decía: "IGLESIA JESUCRISTO REDENTOR". ¿Comprábamos una iglesia?, ¿no era una casa?. Bueno, sí, una casa era. Y también una iglesia. Cosa rara la religión, viejo.
Sea como fuere, por mas que a mi me pareciera medio espeluznante, y para mi hermana fuera: "una porquería mas grande que la otra", mis viejos se enamoraron de la casa y la terminaron comprando.
Pasó el tiempo y descubrí, con cierto temor y desagrado, que estaba en un barrio lleno de pibes. Mas grandes que yo, mas chicos, de mi edad... Pibes por todos lados. El barrio anterior donde vivía, era un barrio lleno de viejos, de jubilados. Así que no tenía ni idea qué era un barrio con pibes. Pronto me iba a enterar de qué se trataba eso.
Al principio ni me junaban y estaba todo calmo. Después sí, empezaron a notar que había un pibe (y una piba) en "lo del evangelista".
Ahí empezó el baile, y yo sin saber bailar.
Primero, uno de los pibes se quiso levantar a mi hermana. En ese entonces, yo no tenía mi faceta "vigilante" desarrollada, pero estaba mi viejo. Un día, lo escuché discutir a los gritos con un pibe, un "Federico Lopez"; que intentaba ver mas de cerca a mi hermana, trepándose a uno de los paraísos que teníamos en la vereda.
Como se supo en el barrio que con mi hermana no se podía joder, empezaron a chucearme a mí, a ver qué onda.
Para ese entonces, noté que había cierta agresividad contra nosotros, contra la casa. Un día que sacaba la basura, descubrí por qué. Miré el poste de luz de enfrente de la casa.
"Raquel y Ruth son re putas"
"Jacobo Espiño maricón"
"Evangelistas gatos"
Raquel, Ruth y Jacobo, yo sabía, eran los hijos del evangelista; el dueño anterior.
Todos los días, sistemáticamente, si alguno de los pibes me veía, algo me gritaban o chistaban.
- Eh, evangelista. Eh, evangelista maricón, date vuelta que te estoy llamando.
- Evangelista puto, rezate algo.
- Ahí va el evangelista botón, mirá.
Todo para ver si yo reaccionaba, si hacía algo. Y yo nada, porque no sabía qué hacer.
¡Me criaron en un barrio de jubilados, qué carajo iba a saber qué hacer!.
Le conté, como pude y medio rebuscado, a mi viejo. Necesitaba que alguien me dijera que podía hacer, y no conocía a nadie mejor. Mi viejo siempre tiene una respuesta para todo. No me esperaba la respuesta que me dió, de verdad. Me dejó seco cuando me dijo: - Recagalos a piñas. A cualquiera que te joda, no importa quién sea. Yo me crié en un barrio medio complicado, capaz mas que este, y sé que hasta que no te agarres con un par; no van a dejar de joder. Y siguió: - Por ahí te fajan, por ahí vos los fajás. Pero, ¿sabés qué?, así se van a dar cuenta que vos te hacés respetar, que si te joden no la van a sacar gratis.
- De este tipo de charlas con mi viejo, tuve varias. Yo sabía que él era un tipo calentón, pero después supe que de pibe era diez veces mas calentón. Se agarraba a las piñas con cualquiera y por cualquier cosa. Con el tiempo, fui mas observador y me dí cuenta de la veracidad de esto. Nudillos marcados y dedos gruesos y torcidos, de tanto pegar. Alguna marca, ya casi invisible, en la cara; de tanto cobrar. -
Al día siguiente de la charla, previendo que iba a querer salir a destripar a cualquiera, mi viejo me sentó a la hora del desayuno y me dió un par de consejos sobre cómo pelear. Todavía los recuerdo, y si hace falta los aplico.
- No le mires sólo la cara al otro. Mirale los pies, las manos, cómo se mueve, tratá de anticiparlo.
- Esquivá las patadas, pero, si podés, agarrale la pierna en plena patada, empujá para atrás, tiralo al piso y dale ahí.
- Apuntá los golpes principalmente a tres lugares: a los costados (en las costillas), a la boca del estómago y a la nariz.
- Si se cae al piso y queda ahí, no te des vuelta al toque, caminá varios pasos para atrás, pero sin sacarle los ojos de encima. No sé cómo será ahora, pero antes, si te dabas vuelta te dormían.
- No pienses que tenés miedo. Vos lo tenés, pero él también lo tiene. Si vas a pelearte y estás todo el tiempo pensando en que tenés miedo, te van a fajar siempre.
- Esto último lo aplico hasta el día de hoy, en la vida en general. -
No recuerdo muy bien cómo fué mi primera pelea en el barrio. Sí recuerdo que salí bien parado, de pura casualidad. En las películas y la vida, se habla muchas veces de la "suerte de principiante"; creo que tuve un poco de eso.
Por un tiempo, nadie me jodió. Hasta jugué un par de veces a la pelota con ellos en la parroquia del barrio, y otra vuelta un par me invitaron a jugar al paddle.
Pasó un año, no me daban mucha cabida, ni yo a ellos. - Mejor así, pensaba.
Un día vino a buscarme uno.
- Federico Lopez, me dijo mi vieja. Para mí, él era "El Fede", el capo, el líder de los pibes del barrio. Era muy vivo, sabía pelear y no se achicaba con nada. Salgo a la puerta pensando en qué puede querer "El Fede" conmigo.
Empezamos a hablar, puras boludeces. "El Fede" siempre me hablaba de minas. Tenía 17 años en ese entonces, y yo unos escasos 12.
- Che, te quiero preguntar algo, me dice de repente.
- Dale, ¿qué pasa?, contesto confiado.
- Vos sos evangelista posta, ¿no?.
Era eso, había venido a bolacearme. Pensó que, como yo era mas pendejo, no iba a captar la sorna, la ironía. Pero sí la capté. Él captó una trompada a la mejilla.
Se sorprendió. No pensó que un pibito le iba a hacer frente y de esa manera. Justo a él, que no le hacía frente nadie.
Pero yo me había jurado que no me iba a joder nadie mas del barrio, sea quién sea.
Fué una pelea "homérica", casi un vale-todo. Hubo codazos, rodillazos, de todo.
Me había dado una piña bien ubicada en la boca, que me sangraba copiosamente. No me dí cuenta hasta mucho después. Demasiada era la bronca contenida.
Estaba furioso, lo quería ver tirado en el piso sin moverse, no pensaba en otra cosa.
Él se comió varios golpes seguidos en la nariz, que también le sangraba bastante.
No escuchaba nada, sólo mi respiración, la de él y el ruido de los golpes que chocaban en ambos cuerpos. De repente, sí empecé a escuchar algo más, un ruido muy bajo, casi inaudible; que fué subiendo en intensidad. Era mi perro, que nos ladraba del otro lado de la reja.
Tanto ladrido hizo que mi viejo saliera a mirar. Y nos vió.
Salió rápidamente a separarnos, cosa que le costó bastante.
- Rajá pendejo, le gritó a "El Fede".
"El Fede" estaba quieto, inmóvil, como no entendiendo qué había pasado.
Reaccionó, pero en vez de irse, extendió el brazo y con la mano abierta, me dijo: - Vos te la bancás pibe, no podés ser evangelista.
Mucho me costó disimular la satisfacción.
Pasaron ya doce años de esto y, si bien tuve otras peleas, nadie del barrio me vino a buscar otra vez.
Aprendí, entre otras cosas, que entre los pibes del barrio se llamaban por apodos; y que... Bueno... El mío era "El Evangelista".
Ya no peleo mas en el barrio, rara vez peleo en algún otro lado. Los pibes del barrio ahora me saludan al pasar, alguno hasta me pregunta cómo está la familia y a veces algún atrevido pregunta por mi hermana. Pero ya no apreto los puños y tenso los músculos. Ahora retruco. - ¿Y tu hermana cómo está?, y me río. La risa es recíproca y todo sigue en orden.
Hasta un día vino uno corriendo, una noche que volvía de la facultad, a decirme: - Ojo Evangelista, andá pillo, mirá que hay unos pibes de "Los Manzanos" (un barrio no muy lejano del mío), laburando acá esta noche. Laburando, afanando, claro. Mas me sorprendió el remate: - Si te caen acá, andá a lo del Tito y los salimos a buscar todos.
Secuencias como esas, tuve un par mas, de una parte hasta acá.
Debo decir que, ahora, ser "El Evangelista" no me cae tan mal.
Año 2001. Año de una debacle social, política y económica del país, y mis viejos planeando mudarse. Hace tiempo que buscaban una casa que se pudiera llamar así, para salir de una vez, de ese ranchito que armó mi viejo en el fondo de lo de mi abuelo y que ya nos quedaba chico a los cuatro.
Ni mi hermana ni yo, participamos activamente en esta búsqueda de nuevo domicilio. Pero, cuando mis viejos tenían la decisión trabada entre dos casas, se acordaron de sumarnos.
Al final nos quedamos con una casa grande, con patio adelante y un fondo, una habitación para cada uno y el lujo de dos baños. Los dueños eran unos evangelistas, que se mudaban a una casa mas chica, para poner la diferencia en la construcción de una iglesia. Cosa rara la religión, que te hace vender aquello que construiste con tus propias manos. Cuestión de fé, dicen.
Cuando vi la casa por primera vez, me dió un poco de impresión, el cartel de chapa enorme que decía: "IGLESIA JESUCRISTO REDENTOR". ¿Comprábamos una iglesia?, ¿no era una casa?. Bueno, sí, una casa era. Y también una iglesia. Cosa rara la religión, viejo.
Sea como fuere, por mas que a mi me pareciera medio espeluznante, y para mi hermana fuera: "una porquería mas grande que la otra", mis viejos se enamoraron de la casa y la terminaron comprando.
Pasó el tiempo y descubrí, con cierto temor y desagrado, que estaba en un barrio lleno de pibes. Mas grandes que yo, mas chicos, de mi edad... Pibes por todos lados. El barrio anterior donde vivía, era un barrio lleno de viejos, de jubilados. Así que no tenía ni idea qué era un barrio con pibes. Pronto me iba a enterar de qué se trataba eso.
Al principio ni me junaban y estaba todo calmo. Después sí, empezaron a notar que había un pibe (y una piba) en "lo del evangelista".
Ahí empezó el baile, y yo sin saber bailar.
Primero, uno de los pibes se quiso levantar a mi hermana. En ese entonces, yo no tenía mi faceta "vigilante" desarrollada, pero estaba mi viejo. Un día, lo escuché discutir a los gritos con un pibe, un "Federico Lopez"; que intentaba ver mas de cerca a mi hermana, trepándose a uno de los paraísos que teníamos en la vereda.
Como se supo en el barrio que con mi hermana no se podía joder, empezaron a chucearme a mí, a ver qué onda.
Para ese entonces, noté que había cierta agresividad contra nosotros, contra la casa. Un día que sacaba la basura, descubrí por qué. Miré el poste de luz de enfrente de la casa.
"Raquel y Ruth son re putas"
"Jacobo Espiño maricón"
"Evangelistas gatos"
Raquel, Ruth y Jacobo, yo sabía, eran los hijos del evangelista; el dueño anterior.
Todos los días, sistemáticamente, si alguno de los pibes me veía, algo me gritaban o chistaban.
- Eh, evangelista. Eh, evangelista maricón, date vuelta que te estoy llamando.
- Evangelista puto, rezate algo.
- Ahí va el evangelista botón, mirá.
Todo para ver si yo reaccionaba, si hacía algo. Y yo nada, porque no sabía qué hacer.
¡Me criaron en un barrio de jubilados, qué carajo iba a saber qué hacer!.
Le conté, como pude y medio rebuscado, a mi viejo. Necesitaba que alguien me dijera que podía hacer, y no conocía a nadie mejor. Mi viejo siempre tiene una respuesta para todo. No me esperaba la respuesta que me dió, de verdad. Me dejó seco cuando me dijo: - Recagalos a piñas. A cualquiera que te joda, no importa quién sea. Yo me crié en un barrio medio complicado, capaz mas que este, y sé que hasta que no te agarres con un par; no van a dejar de joder. Y siguió: - Por ahí te fajan, por ahí vos los fajás. Pero, ¿sabés qué?, así se van a dar cuenta que vos te hacés respetar, que si te joden no la van a sacar gratis.
- De este tipo de charlas con mi viejo, tuve varias. Yo sabía que él era un tipo calentón, pero después supe que de pibe era diez veces mas calentón. Se agarraba a las piñas con cualquiera y por cualquier cosa. Con el tiempo, fui mas observador y me dí cuenta de la veracidad de esto. Nudillos marcados y dedos gruesos y torcidos, de tanto pegar. Alguna marca, ya casi invisible, en la cara; de tanto cobrar. -
Al día siguiente de la charla, previendo que iba a querer salir a destripar a cualquiera, mi viejo me sentó a la hora del desayuno y me dió un par de consejos sobre cómo pelear. Todavía los recuerdo, y si hace falta los aplico.
- No le mires sólo la cara al otro. Mirale los pies, las manos, cómo se mueve, tratá de anticiparlo.
- Esquivá las patadas, pero, si podés, agarrale la pierna en plena patada, empujá para atrás, tiralo al piso y dale ahí.
- Apuntá los golpes principalmente a tres lugares: a los costados (en las costillas), a la boca del estómago y a la nariz.
- Si se cae al piso y queda ahí, no te des vuelta al toque, caminá varios pasos para atrás, pero sin sacarle los ojos de encima. No sé cómo será ahora, pero antes, si te dabas vuelta te dormían.
- No pienses que tenés miedo. Vos lo tenés, pero él también lo tiene. Si vas a pelearte y estás todo el tiempo pensando en que tenés miedo, te van a fajar siempre.
- Esto último lo aplico hasta el día de hoy, en la vida en general. -
No recuerdo muy bien cómo fué mi primera pelea en el barrio. Sí recuerdo que salí bien parado, de pura casualidad. En las películas y la vida, se habla muchas veces de la "suerte de principiante"; creo que tuve un poco de eso.
Por un tiempo, nadie me jodió. Hasta jugué un par de veces a la pelota con ellos en la parroquia del barrio, y otra vuelta un par me invitaron a jugar al paddle.
Pasó un año, no me daban mucha cabida, ni yo a ellos. - Mejor así, pensaba.
Un día vino a buscarme uno.
- Federico Lopez, me dijo mi vieja. Para mí, él era "El Fede", el capo, el líder de los pibes del barrio. Era muy vivo, sabía pelear y no se achicaba con nada. Salgo a la puerta pensando en qué puede querer "El Fede" conmigo.
Empezamos a hablar, puras boludeces. "El Fede" siempre me hablaba de minas. Tenía 17 años en ese entonces, y yo unos escasos 12.
- Che, te quiero preguntar algo, me dice de repente.
- Dale, ¿qué pasa?, contesto confiado.
- Vos sos evangelista posta, ¿no?.
Era eso, había venido a bolacearme. Pensó que, como yo era mas pendejo, no iba a captar la sorna, la ironía. Pero sí la capté. Él captó una trompada a la mejilla.
Se sorprendió. No pensó que un pibito le iba a hacer frente y de esa manera. Justo a él, que no le hacía frente nadie.
Pero yo me había jurado que no me iba a joder nadie mas del barrio, sea quién sea.
Fué una pelea "homérica", casi un vale-todo. Hubo codazos, rodillazos, de todo.
Me había dado una piña bien ubicada en la boca, que me sangraba copiosamente. No me dí cuenta hasta mucho después. Demasiada era la bronca contenida.
Estaba furioso, lo quería ver tirado en el piso sin moverse, no pensaba en otra cosa.
Él se comió varios golpes seguidos en la nariz, que también le sangraba bastante.
No escuchaba nada, sólo mi respiración, la de él y el ruido de los golpes que chocaban en ambos cuerpos. De repente, sí empecé a escuchar algo más, un ruido muy bajo, casi inaudible; que fué subiendo en intensidad. Era mi perro, que nos ladraba del otro lado de la reja.
Tanto ladrido hizo que mi viejo saliera a mirar. Y nos vió.
Salió rápidamente a separarnos, cosa que le costó bastante.
- Rajá pendejo, le gritó a "El Fede".
"El Fede" estaba quieto, inmóvil, como no entendiendo qué había pasado.
Reaccionó, pero en vez de irse, extendió el brazo y con la mano abierta, me dijo: - Vos te la bancás pibe, no podés ser evangelista.
Mucho me costó disimular la satisfacción.
Pasaron ya doce años de esto y, si bien tuve otras peleas, nadie del barrio me vino a buscar otra vez.
Aprendí, entre otras cosas, que entre los pibes del barrio se llamaban por apodos; y que... Bueno... El mío era "El Evangelista".
Ya no peleo mas en el barrio, rara vez peleo en algún otro lado. Los pibes del barrio ahora me saludan al pasar, alguno hasta me pregunta cómo está la familia y a veces algún atrevido pregunta por mi hermana. Pero ya no apreto los puños y tenso los músculos. Ahora retruco. - ¿Y tu hermana cómo está?, y me río. La risa es recíproca y todo sigue en orden.
Hasta un día vino uno corriendo, una noche que volvía de la facultad, a decirme: - Ojo Evangelista, andá pillo, mirá que hay unos pibes de "Los Manzanos" (un barrio no muy lejano del mío), laburando acá esta noche. Laburando, afanando, claro. Mas me sorprendió el remate: - Si te caen acá, andá a lo del Tito y los salimos a buscar todos.
Secuencias como esas, tuve un par mas, de una parte hasta acá.
Debo decir que, ahora, ser "El Evangelista" no me cae tan mal.
27 de agosto de 2013
Garganta sin arena.
Se arrastra por la nieve, desganado y débil, directo a su refugio. El bombardeo está al caer. Es el 2 de Diciembre de 1943 y él está dentro del cerco de Stalingrado, muriendo de hambre y sed.
Pero ya no siente hambre o frío. Sólo siente que la garganta le quema, como si tuviera un brasero humeante en la tráquea. Es la sed que no se apaga ni descansa. El ardor y picazón le martillean la garganta sin pausa. En el delirio provocado por su disentería, no distingue el martilleo en su garganta, de la artillería enemiga.
Llega a duras penas a su refugio. Suenan las sirenas. Minutos mas tarde, escucha el zumbido que para él ya es tan conocido: los aviones del enemigo.
Esa vez, como las anteriores, repite su ritual: Aprieta el casco contra su cabeza, se aferra con ambas manos al fusil y espera.
Pero hoy es distinto. Llega a él, un recuerdo vago y lejano al principio; que, con el correr de los segundos, se hace próximo y nítido.
Instintivamente, suelta el fusil. Comienzan a caer las primeras bombas sobre el frente.
Revisa frenéticamente cada uno de sus bolsillos, en el cuarto, encuentra lo que buscaba: una vieja fotografía, ajada en los bordes. La mira, sonríe.
Un Stuka pasa por encima de su refugio, él llega a oír el silbido de la bomba cayendo. La muerte lanzándose en picada a su objetivo...
Se despierta.
Aquello fué, para él, tan real, que le cuesta varios minutos volver a conectarse al espacio-tiempo al que pertenece. - No mas películas de guerra, piensa, taciturno. Mira de reojo su celular: 2.30 am. Se putea a sí mismo por lo bajo, porque sabe que no va a volver a dormirse.
Resignado, se levanta arrastrando los pies.
Por mera coincidencia, en este espacio-tiempo también es el mes de Diciembre. Pero no hay nieve, ni frío. El calor húmedo es insoportable. Se dirige directo a la heladera, a buscar agua. La garganta le quema.
Toma varios tragos, directo de la botella, sin vaso. Termina, da media vuelta sobre sí mismo y regresa a dormir, o a intentarlo al menos.
El día se pasa rápido, las imágenes se suceden con rapidez, a un ritmo vertiginoso. Como si pudiera manejar la velocidad de los momentos con un control remoto. El ardor en la garganta continúa, implacable, molestando todo el día.
Todavía no entiende como es qué, en pleno verano, le pica tanto la garganta. - Si no hubo días con frío, se dice, hurgando en su memoria; buscando un momento de frío que no existe.
Llega a su cama otra vez, después de un largo día, llevado a velocidad supersónica.
Después de varios minutos de lucha con su garganta dolorida, ésta le concede una tregua y logra entonces conciliar el sueño.
Siente calor, mucho calor. ¿No prendió el ventilador?. Mira al techo y no da crédito a lo que está viendo: el techo está en llamas.
No entiende cómo carajo pasó, pero su instinto de supervivencia, lo empuja a dejar análisis y conjeturas para mas tarde.
Para ese entonces, la casa era ya una sola llama, alta, soberbia, feroz.
Buscaba como un ratón atrapado, salir de la trampa. Pero el fuego, voraz y agresivo, le cerró cada salida o escape posible.
Sentía como el calor aumentaba mas y mas, el humo lo cegaba y ya se hacía difícil respirar...
Ve ante él una salida... ¿Cómo no la vió antes?. Se dirigió gateando hacia allá, la puerta-trampa del perro, en la entrada principal. A mitad de camino se paralizó. Un chasquido, un sonido desvencijado, cascado, maligno, le anunció fatalidad.
Se desprendió una viga del techo, y ahora todo (fuego, viga, techo) caía sobre él en una bola enorme de llamas.
No había escapatoria.
Cerró los ojos y esperó, con una inusitada paz, el final.
Se despertó, transpirado, con una mezcla de tos y arcadas. Pensó que iba a vomitar, así que corrió al baño.
Las arcadas se pasaron, la tos no.
Escupe sangre.
No entiende nada, está aturdido.
La garganta sigue quemándole. Tose, tose y sigue tosiendo. Escupe mas sangre.
Silencio.
Por un rato que pareció eterno, respiró una bocanada de aire, silencio y alivio.
Todo terminó.
La garganta ya no le duele, ya no le quema.
El resto de la noche puede dormir tranquilo, a pesar del calor agobiante y de la cadencia de una cumbia que suena fuerte, a pesar de la lejanía. Son las 5.30 am cuando regresa a su cama, su refugio; decidido esta vez a soñar con cataratas de agua cristalina, una selva y una tarde.
Recuerda cuando estuvo en Misiones, viendo de cerca a las cataratas.
Y otra vez aparece en la cabeza, una garganta.
Pero ya no siente hambre o frío. Sólo siente que la garganta le quema, como si tuviera un brasero humeante en la tráquea. Es la sed que no se apaga ni descansa. El ardor y picazón le martillean la garganta sin pausa. En el delirio provocado por su disentería, no distingue el martilleo en su garganta, de la artillería enemiga.
Llega a duras penas a su refugio. Suenan las sirenas. Minutos mas tarde, escucha el zumbido que para él ya es tan conocido: los aviones del enemigo.
Esa vez, como las anteriores, repite su ritual: Aprieta el casco contra su cabeza, se aferra con ambas manos al fusil y espera.
Pero hoy es distinto. Llega a él, un recuerdo vago y lejano al principio; que, con el correr de los segundos, se hace próximo y nítido.
Instintivamente, suelta el fusil. Comienzan a caer las primeras bombas sobre el frente.
Revisa frenéticamente cada uno de sus bolsillos, en el cuarto, encuentra lo que buscaba: una vieja fotografía, ajada en los bordes. La mira, sonríe.
Un Stuka pasa por encima de su refugio, él llega a oír el silbido de la bomba cayendo. La muerte lanzándose en picada a su objetivo...
Se despierta.
Aquello fué, para él, tan real, que le cuesta varios minutos volver a conectarse al espacio-tiempo al que pertenece. - No mas películas de guerra, piensa, taciturno. Mira de reojo su celular: 2.30 am. Se putea a sí mismo por lo bajo, porque sabe que no va a volver a dormirse.
Resignado, se levanta arrastrando los pies.
Por mera coincidencia, en este espacio-tiempo también es el mes de Diciembre. Pero no hay nieve, ni frío. El calor húmedo es insoportable. Se dirige directo a la heladera, a buscar agua. La garganta le quema.
Toma varios tragos, directo de la botella, sin vaso. Termina, da media vuelta sobre sí mismo y regresa a dormir, o a intentarlo al menos.
El día se pasa rápido, las imágenes se suceden con rapidez, a un ritmo vertiginoso. Como si pudiera manejar la velocidad de los momentos con un control remoto. El ardor en la garganta continúa, implacable, molestando todo el día.
Todavía no entiende como es qué, en pleno verano, le pica tanto la garganta. - Si no hubo días con frío, se dice, hurgando en su memoria; buscando un momento de frío que no existe.
Llega a su cama otra vez, después de un largo día, llevado a velocidad supersónica.
Después de varios minutos de lucha con su garganta dolorida, ésta le concede una tregua y logra entonces conciliar el sueño.
Siente calor, mucho calor. ¿No prendió el ventilador?. Mira al techo y no da crédito a lo que está viendo: el techo está en llamas.
No entiende cómo carajo pasó, pero su instinto de supervivencia, lo empuja a dejar análisis y conjeturas para mas tarde.
Para ese entonces, la casa era ya una sola llama, alta, soberbia, feroz.
Buscaba como un ratón atrapado, salir de la trampa. Pero el fuego, voraz y agresivo, le cerró cada salida o escape posible.
Sentía como el calor aumentaba mas y mas, el humo lo cegaba y ya se hacía difícil respirar...
Ve ante él una salida... ¿Cómo no la vió antes?. Se dirigió gateando hacia allá, la puerta-trampa del perro, en la entrada principal. A mitad de camino se paralizó. Un chasquido, un sonido desvencijado, cascado, maligno, le anunció fatalidad.
Se desprendió una viga del techo, y ahora todo (fuego, viga, techo) caía sobre él en una bola enorme de llamas.
No había escapatoria.
Cerró los ojos y esperó, con una inusitada paz, el final.
Se despertó, transpirado, con una mezcla de tos y arcadas. Pensó que iba a vomitar, así que corrió al baño.
Las arcadas se pasaron, la tos no.
Escupe sangre.
No entiende nada, está aturdido.
La garganta sigue quemándole. Tose, tose y sigue tosiendo. Escupe mas sangre.
Silencio.
Por un rato que pareció eterno, respiró una bocanada de aire, silencio y alivio.
Todo terminó.
La garganta ya no le duele, ya no le quema.
El resto de la noche puede dormir tranquilo, a pesar del calor agobiante y de la cadencia de una cumbia que suena fuerte, a pesar de la lejanía. Son las 5.30 am cuando regresa a su cama, su refugio; decidido esta vez a soñar con cataratas de agua cristalina, una selva y una tarde.
Recuerda cuando estuvo en Misiones, viendo de cerca a las cataratas.
Y otra vez aparece en la cabeza, una garganta.
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