El Pasillo

11 de agosto de 2015

Una mirada.

En más de una novela o cuento que Franco había leído, solía encontrar la expresión "ojos sonrientes". Siempre intentó imaginar cómo era eso, llegó a pensar que era un recurso poético de poca monta, algún cliché literario de esos que hay por todos lados y nada más. 

Hasta que ella lo miró. 

No, la primera vez que ella lo miró no fué con esos ojos. Sí estaba contenta de verlo, de saber que estaba ahí, pero no era esa mirada. En el segundo encuentro tampoco estuvo esa mirada. En los ojos de ella sólo había fuego, esperando a consumirse con él. Todo fué vertiginoso y voraz esa vez. Tuvo que esperar, un par de encuentros, para contemplar maravillado esa mirada. 
Como todo lo lindo que suele suceder, fué con un comienzo de una mezcla entre certeza e incertidumbre de lo que iba a pasar, fugaz pero intenso. 

Fué como un gol de Riquelme de tiro libre.

Ella se sentía mal ese día. Él había ido a cuidarla, a mimarla, a malcriarla. Quería verla. 
Se recostaron juntos, casi pegados. Ella con una pierna sobre él, y acariciándole el pelo y una mejilla. Una mano de él en su cintura, la otra rodéandole el cuello. Ella le pregunta varias veces esa noche si así está cómodo. Él dice que sí, aunque no lo esté. Después piensa que sí, que está cómodo, porque está con ella. 
Juegan entre ellos, sin saberlo. Cierran los ojos y después compiten por quién es el primero que espía al otro. Siempre pierde él. No puede, no quiere dejar de admirar tanta belleza. Como un deshidratado que encuentra un oasis, quiere tomarla lo más que pueda, casi atropellado.


De repente, casi como un rayo, ella abre los ojos y lo mira. 

Franco intenta recordar cuánto tiempo fué eso. Sabe que fueron segundos nomás, pero... carajo, le parecieron minutos, hasta horas quizás. Él sintió que entró en un túnel, que empieza en ese par de ojos azules brillantes y no tiene idea dónde termina. Después, un tiempo después, descubre que ella también entró en su túnel, en ese cruce de miradas.

En esa mirada, de tan solo (como si fuera poca cosa!) unos segundos, Franco se dió cuenta que Gabriela le sonreía. Sí, le sonreía. En esos ojos del color del mar, él veía reflejada la sonrisa de ella. Y, como si hubiera sido un truco de magia, acto seguido ella le sonrió. Con toda la cara. Él también sonríe, sin darse cuenta.

Cierran los ojos y vuelven a intentar dormir. Franco sonríe otra vez, porque supo finalmente que los "ojos sonrientes" no eran ningún recurso literario que destila olor a cliché. 

Los ojos sonrientes existen. Y existen en ella.