El Pasillo

27 de agosto de 2013

Garganta sin arena.

Se arrastra por la nieve, desganado y débil, directo a su refugio. El bombardeo está al caer. Es el 2 de Diciembre de 1943 y él está dentro del cerco de Stalingrado, muriendo de hambre y sed. 

Pero ya no siente hambre o frío. Sólo siente que la garganta le quema, como si tuviera un brasero humeante en la tráquea. Es la sed que no se apaga ni descansa. El ardor y picazón le martillean la garganta sin pausa. En el delirio provocado por su disentería, no distingue el martilleo en su garganta, de la artillería enemiga.
Llega a duras penas a su refugio. Suenan las sirenas. Minutos mas tarde, escucha el zumbido que para él ya es tan conocido: los aviones del enemigo.

Esa vez, como las anteriores, repite su ritual: Aprieta el casco contra su cabeza, se aferra con ambas manos al fusil y espera.
Pero hoy es distinto. Llega a él, un recuerdo vago y lejano al principio; que, con el correr de los segundos, se hace próximo y nítido.
Instintivamente, suelta el fusil. Comienzan a caer las primeras bombas sobre el frente.
Revisa frenéticamente cada uno de sus bolsillos, en el cuarto, encuentra lo que buscaba: una vieja fotografía, ajada en los bordes. La mira, sonríe.
Un Stuka pasa por encima de su refugio, él llega a oír el silbido de la bomba cayendo. La muerte lanzándose en picada a su objetivo...

Se despierta.

Aquello fué, para él, tan real, que le cuesta varios minutos volver a conectarse al espacio-tiempo al que pertenece. - No mas películas de guerra, piensa, taciturno. Mira de reojo su celular: 2.30 am. Se putea a sí mismo por lo bajo, porque sabe que no va a volver a dormirse.
Resignado, se levanta arrastrando los pies.

Por mera coincidencia, en este espacio-tiempo también es el mes de Diciembre. Pero no hay nieve, ni frío. El calor húmedo es insoportable. Se dirige directo a la heladera, a buscar agua. La garganta le quema.
Toma varios tragos, directo de la botella, sin vaso. Termina, da media vuelta sobre sí mismo y regresa a dormir, o a intentarlo al menos.

El día se pasa rápido, las imágenes se suceden con rapidez, a un ritmo vertiginoso. Como si pudiera manejar la velocidad de los momentos con un control remoto. El ardor en la garganta continúa, implacable, molestando todo el día.
Todavía no entiende como es qué, en pleno verano, le pica tanto la garganta. - Si no hubo días con frío, se dice, hurgando en su memoria; buscando un momento de frío que no existe.
Llega a su cama otra vez, después de un largo día, llevado a velocidad supersónica.
Después de varios minutos de lucha con su garganta dolorida, ésta le concede una tregua y logra entonces conciliar el sueño.

Siente calor, mucho calor. ¿No prendió el ventilador?. Mira al techo y no da crédito a lo que está viendo: el techo está en llamas.
No entiende cómo carajo pasó, pero su instinto de supervivencia, lo empuja a dejar análisis y conjeturas para mas tarde.

Para ese entonces, la casa era ya una sola llama, alta, soberbia, feroz.
Buscaba como un ratón atrapado, salir de la trampa. Pero el fuego, voraz y agresivo, le cerró cada salida o escape posible.
Sentía como el calor aumentaba mas y mas, el humo lo cegaba y ya se hacía difícil respirar...

Ve ante él una salida... ¿Cómo no la vió antes?. Se dirigió gateando hacia allá, la puerta-trampa del perro, en la entrada principal. A mitad de camino se paralizó. Un chasquido, un sonido desvencijado, cascado, maligno, le anunció fatalidad.
Se desprendió una viga del techo, y ahora todo (fuego, viga, techo) caía sobre él en una bola enorme de llamas.

No había escapatoria.

Cerró los ojos y esperó, con una inusitada paz, el final.
Se despertó, transpirado, con una mezcla de tos y arcadas. Pensó que iba a vomitar, así que corrió al baño.
Las arcadas se pasaron, la tos no.

Escupe sangre.

No entiende nada, está aturdido.
La garganta sigue quemándole. Tose, tose y sigue tosiendo. Escupe mas sangre.

Silencio.

Por un rato que pareció eterno, respiró una bocanada de aire, silencio y alivio.
Todo terminó.
La garganta ya no le duele, ya no le quema.

El resto de la noche puede dormir tranquilo, a pesar del calor agobiante y de la cadencia de una cumbia que suena fuerte, a pesar de la lejanía. Son las 5.30 am cuando regresa a su cama, su refugio; decidido esta vez a soñar con cataratas de agua cristalina, una selva y una tarde.
Recuerda cuando estuvo en Misiones, viendo de cerca a las cataratas.

Y otra vez aparece en la cabeza, una garganta.

19 de agosto de 2013

Tres años.

Estaba pálido, con el revólver Colt humeando en su mano derecha, la cual sudaba profusamente al igual que todo su cuerpo.
No entendía al principio, miró al suelo y vió, con horror y sorpresa, un enorme charco de sangre. Sangre mezclada con pedazos de masa encefálica que se repartían sin un orden aparente por toda la habitación.
A medida que recorría el cuarto con la mirada, iba palideciendo cada vez mas, preso del horror que tenía ante sus ojos.

El lugar, que parecía ser una oficina, le resultó bastante familiar.
Un escritorio bastante ostentoso y antiguo dominaba el centro de la habitación. Detrás de él, una pared blanca, que alguna vez fué inmaculada, ahora salpicada de sangre.
- ¿Sangre de quién?, se preguntó.
- ¿Sangre de quién?, ¿sangre de quién?, ¿sangre de quién?, ¿sangre de quién?, ¿sangre de quién?. ¿sangredequién?, ¿sangredequién?, se repetía en su mente, como taladrando una herida ya abierta.
De repente, algo así como un rayo de lucidez, iluminó su mente.
- ¡Esta oficina es la del frigorífico!, exclamó para sí. Con razón el lugar le resultaba familiar...

Pero... ¿Y qué carajo hacía él ahí?, si ya lo habían rajado como un perro callejero hará como casi tres años atrás.
- Hoy se cumplen tres años, murmuró para sí, corrigiéndose.
Y otra vez, el taladro volvió a repercutir...
- Tres años, tres años, tres años, tres años, tres años, tres años, tres años, repetía y sentía un calor corriendo por sus venas, por su sangre. Sentía que hervía.

Tres años pasaron y uno peor que el otro. Su mujer lo abandonó, llevándose a su único hijo. Tuvo que vender primero el auto, después el banco le terminó rematando la casa. Cayó en una villa cercana, donde siguió viviendo gracias a vender drogas y drogándose él también, con la esperanza de que la droga barriera con toda la mugre acumulada en su cabeza durante esos años...

Y todo culpa de Fernandez, el supervisor, delegado sindical, primo del dueño del frigorífico. Todo porque Fernandez le tenía bronca, porque los pibes de mantenimiento nunca le dieron la autoridad que ostentaba. - Y a mi sí, pensó, esbozando una débil sonrisa.

El taladro regresa.... Fernandez, tres años, la sangre, el Colt... ¿Podía ser qué...?, pero no. No podía ser, él no era así, no era eso. No era un asesino. ¿No era?, apareció en él la duda. Quiso espantar a los fantasmas, pero fué en vano. Corrían los minutos y la certeza le ganaba a la duda por goleada, afanando. Corrían los minutos y su palidez aumentaba. El sudor, producto de sus nervios y el calor corporal, se enfrío y evaporó. 

Sintió primero un cosquilleo en todo el cuerpo, que se hizo punzante como alfileres de acero. Después, comenzó a sentir una molestia en el pecho, que se hizo puntada y terminó siendo peor que una puñalada.
Miró repentinamente el escritorio, desesperado. Divisó unos papeles manchados de sangre, pero aún legibles. Esos papeles eran una carta, una carta que empezaba diciendo: "Hace tres años que me fui de aquí..."

Todo se apagó. La oscuridad cubrió primero las paredes, subió voraz y rápidamente al techo, terminando sobre él, aplastándolo, encerrándolo para siempre.

5 de agosto de 2013

Último encuentro.

Era un día gris y lluvioso cuando tuvieron su último encuentro. Ella quizás intuía el final, él no tenía ni idea.


Se encontraron en la casa de ella, como las últimas veces. Él ya conocía las reglas de memoria: sacarse calzado y hablar en un tono de voz suave. No estuvieron mucho tiempo, ella quería salir a caminar.
- Así con este día salimos igual?, le preguntó él, extrañado. - Hoy está hermoso para caminar, llevo paraguas y fué, le contestó ella con una sonrisa. Él también sonrío, por esas cosas estaba enamorado de ella.


Caminaron en círculos, en un sentido y después en el contrario, como perdidos, como tontos. Ella jugaba con el paraguas usándolo como un rifle. - Pum, tomá, te mato. - Mato gente, mato gente, decía entre risas. Él también se reía con ganas. Ella corría por la plaza, asustando palomas, él la miraba, la amaba en silencio.


Caminaron entre la gente, abrazados y sin separarse. Carajo, él todavía se acuerda de la mochila que llevaba ella y lo incómodo que era abrazarla con esa cosa. Pero no le importaba, ella lo abrazaba, lo quería, no importaba mas nada.


Se metieron a varios negocios, a mirar ropa, libros, instrumentos musicales. Ella quería comprarse una guitarra. Guitarra que él iba a ver sólo en fotos, revisando el Facebook de ella, cuando la nostalgia lo atrapaba, en una de sus tantas noches de insomnio. El tipo del negocio los miraba divertido. - Ustedes son novios, no?, les preguntó de prepo. Ellos se miraron, él sonrío y ella se puso roja. - Algo así, le contesta él, tratando de no generar tensión.


Caminaron aún mas, siempre en la misma zona, en círculos, como no queriendo irse del momento. Suena un teléfono, es el de ella. Atiende, medio nerviosa. - Mi vieja, dice ella sin voz.
Corta el teléfono, después de una breve discusión. Él se la ve venir. - Me tengo que ir a preparar el bolso, es tarde, dice ella sin mirarlo. No hay respuesta por un rato.


Van hasta la boca del subte. Él recuerda la primera vez que subió esas escaleras, pensando que Cabildo y Juramento quedaba en la loma del orto, pensando en que ojalá ella sea igual a la de las fotos.
Se quedan parados ahí, al borde de la escalera, sin hablar. - Me tengo que ir, es tarde, vuelve a repetir ella, sin ganas. Pero pasan los minutos y ninguno atina a dar el paso, ese que iba a ser el último.


- Bueno... Dice ella y hace una pausa. Sin decir otra cosa, lo abraza. Y ahí se quedan, abrazados. El tiempo es tan largo y ancho como ellos quieren, el tiempo no existe. No saben, ni les interesa saber, cuánto tiempo estuvieron así, fundidos en uno. Eran uno, lo sentían los dos. Ninguno quería irse. Él amaga a soltarla, para ver si era real, si era cierto que ella no lo quería dejar. Y sí, ella no soltó. Él reventaba de dicha, jamás iba pensar en el final que después pasó.


Alguien los empuja, apurado. - Muevánse, pendejos. Eso los despierta, los sacude. Ambos se separan al mismo tiempo, como sorprendidos. Pasó mucho tiempo. O pasó poco tiempo?. No saben, no quieren saber. Se aman, por qué terminar así?. Él quisiera pedirle que no se vaya, pero no le salen las palabras. Ella lo esperaba, pero en vano. Se decide entonces. - Me voy, boludo, le dice ella; como resignada. Él no habla por unos segundos, atina a responderle un: - Bueno, dale, muy tibio, muy tímido.


Quedaron en llamarse, en volver a hablar, nunca pasó. Él todavía lamenta esos segundos que perdió, porque sabe bien que la perdió a ella. Sabe bien que una parte de él se fué ese día. Ya no ríe como antes, no sonríe como antes, ya no abraza como antes. Algo, ahí adentro, en las tripas donde dicen que moran los sentimientos, murió. Él lo sabe bien.


Cada tanto, la vida lo devuelve a él, a aquel lugar, a esa esquina de Cabildo y Juramento, a ese último encuentro.