El Pasillo

6 de noviembre de 2013

La soberbia.

Todo lo puedo solo. Sé resolver mis problemas solo. Puedo afrontar una tormenta sentimental, un huracán mental solo. Siempre pude todo solo. Aprendí a escribir solo, aprendí a sumar solo, aprendí todo solo. Y es que desde afuera también exacerbaron todo. Soy capaz de todo.

La soberbia me consume, me corroe, circula por mis venas y sale al exterior con una exhalación de nube tóxica con olor a podrido. Soy poderoso, omnipotente, el que todo lo puede. Ahí estoy, en mi pedestal de mármol, admirando todo lo que puedo hacer solo, sin ayuda de nadie.

Pude capear perfectamente una tormenta propia, hasta que, desde el norte y sur, bajaron en simultáneo otras dos tormentas. Más grandes, más viejas, más poderosas. Desde mi pedestal de mármol me preparé igual. Nada de lo que viniera me podía asustar y menos voltear.

Pero eso no pasó. Las tormentas se juntaron en una sola. La tormenta perfecta. Ahora trago y escupo agua salada constantemente, tratando de no ahogarme, de que la tormenta no me tape. El primer oleaje destruyó mi pedestal, pero el orgullo me sigue haciendo aguantar.

Y ahora tengo que volver, a aquello que alguna vez renegué hasta el cansancio. No me queda otra, estoy atrapado. Tengo que levantar la mano, pidiendo ayuda. Quedo patético y débil. Flojo y pequeño, pero sé bien que no me queda otra. Si quiero vivir, no me queda otra.

Levanto la mano y acepto mi derrota. El agua hasta el cuello es elocuente, no me queda otra. Siento como el veneno corre por mis venas. Otrora omnipotente, muy débil ahora. La soberbia no me salvó. La soberbia me hundió sin que yo me diera cuenta.

La soberbia soy yo. Me hundí solo y todavía me cuesta creerlo. No hay pedestal, no hay agua salada, no hay tormenta. Vacío, sólo hay vacío, dentro de mi cabeza.