El Pasillo

16 de octubre de 2013

La furia.

Es un estado constante de ebullición. Una bola de fuego que baja desde va cabeza hasta el pecho y su estómago. Temblores constantes que no son producto del miedo, es la ira que tiene contenida, que lleva adentro.
Siempre tensos los músculos, esperando un ataque para responder con energía, con furia. Un ataque que nunca llega, porque no existe. Un estado belicoso constante, que nunca baja la guardia.
No es el mal, el mal es otra cosa. Pero, como el mal, nunca descansa.
La furia no lo deja dormir, no lo deja pensar. No lo deja.

La furia lo domina. Lo manipula, lo lleva, lo maneja. Pero la furia no se muestra si no es necesario. Es astuta, ladina, traicionera. Se oculta entre los matorrales del monte. Agazapada, paciente, fría y calculadora, espera. Espera pero no deja de atacar.
Incursiona todo el tiempo, ataca y se retira, ataca y se retira. La furia es maestra consumada en el arte de la guerra psicológica. Una guerra psicológica que nunca termina. Él lo sabe.

La furia, durante esta larga guerra, le fue acotando el terreno. Le quitó, poco a poco, cualquier rastro de sentimientos.
Primero dejó de reír, luego dejó de sonreír y ahora cada vez le cuesta mas abrazar. Sólo existen miradas duras, rostros de piedra. La furia conquista y arrasa. Su mente huele a tierra quemada.
Sólo hay humo y fuego, desolados páramos dominan el horizonte.

Está cansado, la furia lo sabe, agotado de tanto pelear. Sólo quiere tranquilidad, silencio, paz. Una paz que la furia nunca le va a dar. Se deja vencer, poco a poco, convencido de que la muerte lo va a proteger, lo va a alejar de la furia. Piensa que va a poder descansar, oír el silencio, estar en paz.

Pero la furia siempre está, siempre queda, es la sombra que nunca abandona.