Eran las cinco de la mañana y él seguía despierto. A pesar del día largo, no logró conciliar el sueño. Y ahora, a una hora de tener que levantarse, era en vano seguir intentándolo.
Prefirió concentrarse en ella, quien tampoco podía dormirse.
Él le besó tiernamente la espalda y los hombros. Ella sonreía sin mirarlo. Giró y lo miró a los ojos. Él le acarició una mejilla y le comenzó a acariciar el pelo.
Ella cerró los ojos, para dejarse llevar por el éxtasis que le provocaban las caricias de él. Al rato, se quedó finalmente dormida.
Él no podía dejar de mirarla, de admirarla. Estaba hipnotizado.
Se le erizaba la piel, tal era el efecto que ella causaba en él. No pensaba en otra cosa más que en abrazarla, protegerla, amarla...
- Qué linda sos, la puta madre, murmuró para sí.
Ella, dormida, lo buscó. A tientas, lo encontró, lo abrazó y respiró profundamente. Ahora estaba tranquila. Como que, el haberlo encontrado, le dió una sensación de pertenencia; que estaba donde debía y quería estar. Ella volvió a abrir los ojos. Se acomodó, para quedar frente a él. Por un instante, que les pareció eterno, se miraron; amándose.
Ella le dió un beso en la frente y se acomodó otra vez, para seguir durmiendo.
Él le besó la espalda y le susurró: - Dulces sueños, amor.
19 de diciembre de 2013
11 de diciembre de 2013
El Electricista
Hace ya un tiempo largo que se veían, se encontraban y se encerraban en el departamento. Dicen que la repetición se torna aburrida, que la rutina mata a la pasión. Ellos no supieron nunca de este dicho, lo ignoraban por completo.
Él iba siempre los viernes, pasadas las siete. Tocaba el timbre del edificio, en la calle Gascón, y esperaba. Ahí aparecía ella, quien merece un párrafo aparte.
Morocha, flaca y alta. Bien proporcionada, curvas prolijas y una sonrisa más peligrosa que una célula de Al Qaeda. Inteligente, simpática y muy cabrona. Bravísima.
En el hall del edificio, siempre era todo etiqueta y corrección, no fuera cosa que se cruzaran a algún vecino. La casualidad, a veces, es inoportuna. Cuando entraban al ascensor, la historia era otra.
A ella le gustaba azotarlo contra una de las paredes del ascensor, y besarlo con todas las ganas que guardó en la semana. Él se dejaba arrastrar. Era el más joven, casi inexperto, pero le encantaba que ese mar embravecido hecho mujer, se lo llevara puesto.
Una ola tras otra, rompían contra él. Se enredaban en la incomodidad de las puertas, las hebillas, cierres y botones.
Ella dominaba todo el plano, toda la escena, de principio a fin. Era la actriz protagónica, aunque él de vez en cuando le disputara ese protagonismo.
Todo pasaba a la velocidad justa, con la rapidez que le imprimía el deseo, con la lentitud que supone el disfrute.
Recién estando sosegados, era cuando comenzaban a intercambiar palabras. Ella abrazada a él, contándole sus cosas, su vida. Él acariciándole el pelo, la escuchaba atento. Desde el principio, hubo un acuerdo tácito, que ponía al deseo como una prioridad.
Viernes, sábado y domingo a la madrugada, casi tres días juntos, solos, encerrados en el departamento, vaciándose el deseo.
Pasaron ya cinco años de esa experiencia, pero él recuerda todavía hasta los detalles más íntimos. Desde estar acostados, mirando al techo y fumando del mismo cigarrillo en silencio, hasta la costumbre de ella, de usar sus camisas como pijamas.
Esto era algo temporal, con una fecha de vencimiento. Fecha incierta, pero inminente. Ambos lo sabían, aunque no lo decían. No querían asumirlo, pero, de a poco, uno se estaba convirtiendo en la adicción del otro y viceversa.
Llegó finalmente el momento. La temporalidad de la relación se hizo una realidad, mezclándose con una sensación de abandono y algo de tragicomedia. Un trago amargo, que a él le pegó bien fuerte.
Un domingo se dieron una serie de eventos, que culminaron en el final.
Él, ellos en realidad, se quedaron dormidos más tiempo del usual, exhaustos después de una madrugada feroz, como si hubieran presentido lo que iba a pasar.
9 de la mañana, suena el timbre. "¿quién carajo puede ser a esta hora?", los dos se preguntaron lo mismo. Ella se levanta y atiende, voltea hacia él, seria. - Mi ex con los nenes, dice.
Empiezan a discutir, nerviosos los dos. Ella lo quiere esconder, él se niega. - No sé para qué me tengo que esconder, si están divorciados ustedes. Ella le grita que es pendejo todavía, que no entiende nada.
Todo se rompió.
Bajan en el ascensor, en silencio los dos. Pero en el 2do piso no se aguantan y se besan, consumiendo las últimas gotas de lo que alguna vez fué un excelente vino, hasta la planta baja. Era el final.
Van hasta la puerta. El "otro" mira desconfiado y apenas la puerta se abre, pregunta quién es él. Ella se apura a responder: - Es el electricista, vino a hacerme un presupuesto, por un par de cosas que no funcionan, luces, un toma y el secador de pelo.
El electricista. Él mastica ese garrón, intentando tragarlo lo más rápido posible. Entiende que, para eso, se tiene que ir ya. Saluda y se va, pero el "otro" lo frena. - Flaco, dejame tu número, así también te llamo yo, que tengo un ventilador que no me funciona y no sé qué tiene. Él, todavía en una nebulosa, tratando de entender qué pasaba, mecánicamente anota el número en un papel y se lo da.
El "otro" remata la escena, diciéndole en tono socarrón: - Ojo con ella, no sea cosa que te quiera levantar, mirá que es peligrosa eh. Y se ríe estruendosamente.
Él, muy tranquilo, le responde: - Solamente soy el electricista, don.
Él iba siempre los viernes, pasadas las siete. Tocaba el timbre del edificio, en la calle Gascón, y esperaba. Ahí aparecía ella, quien merece un párrafo aparte.
Morocha, flaca y alta. Bien proporcionada, curvas prolijas y una sonrisa más peligrosa que una célula de Al Qaeda. Inteligente, simpática y muy cabrona. Bravísima.
En el hall del edificio, siempre era todo etiqueta y corrección, no fuera cosa que se cruzaran a algún vecino. La casualidad, a veces, es inoportuna. Cuando entraban al ascensor, la historia era otra.
A ella le gustaba azotarlo contra una de las paredes del ascensor, y besarlo con todas las ganas que guardó en la semana. Él se dejaba arrastrar. Era el más joven, casi inexperto, pero le encantaba que ese mar embravecido hecho mujer, se lo llevara puesto.
Una ola tras otra, rompían contra él. Se enredaban en la incomodidad de las puertas, las hebillas, cierres y botones.
Ella dominaba todo el plano, toda la escena, de principio a fin. Era la actriz protagónica, aunque él de vez en cuando le disputara ese protagonismo.
Todo pasaba a la velocidad justa, con la rapidez que le imprimía el deseo, con la lentitud que supone el disfrute.
Recién estando sosegados, era cuando comenzaban a intercambiar palabras. Ella abrazada a él, contándole sus cosas, su vida. Él acariciándole el pelo, la escuchaba atento. Desde el principio, hubo un acuerdo tácito, que ponía al deseo como una prioridad.
Viernes, sábado y domingo a la madrugada, casi tres días juntos, solos, encerrados en el departamento, vaciándose el deseo.
Pasaron ya cinco años de esa experiencia, pero él recuerda todavía hasta los detalles más íntimos. Desde estar acostados, mirando al techo y fumando del mismo cigarrillo en silencio, hasta la costumbre de ella, de usar sus camisas como pijamas.
Esto era algo temporal, con una fecha de vencimiento. Fecha incierta, pero inminente. Ambos lo sabían, aunque no lo decían. No querían asumirlo, pero, de a poco, uno se estaba convirtiendo en la adicción del otro y viceversa.
Llegó finalmente el momento. La temporalidad de la relación se hizo una realidad, mezclándose con una sensación de abandono y algo de tragicomedia. Un trago amargo, que a él le pegó bien fuerte.
Un domingo se dieron una serie de eventos, que culminaron en el final.
Él, ellos en realidad, se quedaron dormidos más tiempo del usual, exhaustos después de una madrugada feroz, como si hubieran presentido lo que iba a pasar.
9 de la mañana, suena el timbre. "¿quién carajo puede ser a esta hora?", los dos se preguntaron lo mismo. Ella se levanta y atiende, voltea hacia él, seria. - Mi ex con los nenes, dice.
Empiezan a discutir, nerviosos los dos. Ella lo quiere esconder, él se niega. - No sé para qué me tengo que esconder, si están divorciados ustedes. Ella le grita que es pendejo todavía, que no entiende nada.
Todo se rompió.
Bajan en el ascensor, en silencio los dos. Pero en el 2do piso no se aguantan y se besan, consumiendo las últimas gotas de lo que alguna vez fué un excelente vino, hasta la planta baja. Era el final.
Van hasta la puerta. El "otro" mira desconfiado y apenas la puerta se abre, pregunta quién es él. Ella se apura a responder: - Es el electricista, vino a hacerme un presupuesto, por un par de cosas que no funcionan, luces, un toma y el secador de pelo.
El electricista. Él mastica ese garrón, intentando tragarlo lo más rápido posible. Entiende que, para eso, se tiene que ir ya. Saluda y se va, pero el "otro" lo frena. - Flaco, dejame tu número, así también te llamo yo, que tengo un ventilador que no me funciona y no sé qué tiene. Él, todavía en una nebulosa, tratando de entender qué pasaba, mecánicamente anota el número en un papel y se lo da.
El "otro" remata la escena, diciéndole en tono socarrón: - Ojo con ella, no sea cosa que te quiera levantar, mirá que es peligrosa eh. Y se ríe estruendosamente.
Él, muy tranquilo, le responde: - Solamente soy el electricista, don.
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