El ruido del motor de la heladera no lo deja dormir. Hace días que su mente separa ése ruido particular de la casa y lo amplifica dentro de su cabeza, como si fuera una caja de resonancia. Da vueltas en la cama sin saber qué posición es la más cómoda. Está incómodo. Hace rato está incómodo. Se rinde y se levanta finalmente, sin saber bien qué hacer.
Va al baño y se mira en el espejo. A veces descree de la edad que tiene. Siempre le parecieron más años de los que pasaron, y las noches en las que no duerme esa sensación crece hasta hacerse un monstruo. Se lava la cara varias veces, como intentando reaccionar, sin saber bien de qué tiene que reaccionar.
Se sienta en sillón, prende el televisor. Hace zapping como buscando una respuesta que no va a llegar. "Del televisor nunca llegan respuestas, y menos a ésta hora", piensa. Lo apaga.
Da vueltas varias veces por la casa, como buscando algo. "El sueño estoy buscando, pero no sé dónde quedó". Se mira las manos, los nudillos marcados. El tiempo pasa rápido para él, aunque intente pensar lo contrario. Se concentra otra vez en el ruido del motor de la heladera. "Algo debe estar fallando". Ya no sabe si la heladera o él, pero algo está fallando.
Se queda mirando las fotos viejas que tiene en el living. El tiempo pasa rápido para él, aunque intente pensar lo contrario. Tiene una foto de su viaje de egresados. Se da cuenta que la única persona a la que cree haber conocido, ya no está más. Aparta la vista rápido, había quedado consigo mismo que eso quedó atrás. "Hay que seguir, no nos queda otra", le había dicho su viejo cuando no encontraba una respuesta.
Mira las paredes ahora. Descascaradas y con manchas de humedad. Una casa que antes fué familiar, hoy es solitaria. Se descascaró el vínculo y se cayeron varios pedazos, pero nadie quiso remodelar.
Lo único que no cambió en el tiempo, se da cuenta, es ésa heladera Whirpool y ése ruido infernal que suena a vacío.
13 de marzo de 2016
11 de agosto de 2015
Una mirada.
En más de una novela o cuento que Franco había leído, solía encontrar la expresión "ojos sonrientes". Siempre intentó imaginar cómo era eso, llegó a pensar que era un recurso poético de poca monta, algún cliché literario de esos que hay por todos lados y nada más.
Hasta que ella lo miró.
No, la primera vez que ella lo miró no fué con esos ojos. Sí estaba contenta de verlo, de saber que estaba ahí, pero no era esa mirada. En el segundo encuentro tampoco estuvo esa mirada. En los ojos de ella sólo había fuego, esperando a consumirse con él. Todo fué vertiginoso y voraz esa vez. Tuvo que esperar, un par de encuentros, para contemplar maravillado esa mirada.
Como todo lo lindo que suele suceder, fué con un comienzo de una mezcla entre certeza e incertidumbre de lo que iba a pasar, fugaz pero intenso.
Fué como un gol de Riquelme de tiro libre.
Ella se sentía mal ese día. Él había ido a cuidarla, a mimarla, a malcriarla. Quería verla.
Se recostaron juntos, casi pegados. Ella con una pierna sobre él, y acariciándole el pelo y una mejilla. Una mano de él en su cintura, la otra rodéandole el cuello. Ella le pregunta varias veces esa noche si así está cómodo. Él dice que sí, aunque no lo esté. Después piensa que sí, que está cómodo, porque está con ella.
Juegan entre ellos, sin saberlo. Cierran los ojos y después compiten por quién es el primero que espía al otro. Siempre pierde él. No puede, no quiere dejar de admirar tanta belleza. Como un deshidratado que encuentra un oasis, quiere tomarla lo más que pueda, casi atropellado.
De repente, casi como un rayo, ella abre los ojos y lo mira.
Franco intenta recordar cuánto tiempo fué eso. Sabe que fueron segundos nomás, pero... carajo, le parecieron minutos, hasta horas quizás. Él sintió que entró en un túnel, que empieza en ese par de ojos azules brillantes y no tiene idea dónde termina. Después, un tiempo después, descubre que ella también entró en su túnel, en ese cruce de miradas.
En esa mirada, de tan solo (como si fuera poca cosa!) unos segundos, Franco se dió cuenta que Gabriela le sonreía. Sí, le sonreía. En esos ojos del color del mar, él veía reflejada la sonrisa de ella. Y, como si hubiera sido un truco de magia, acto seguido ella le sonrió. Con toda la cara. Él también sonríe, sin darse cuenta.
Cierran los ojos y vuelven a intentar dormir. Franco sonríe otra vez, porque supo finalmente que los "ojos sonrientes" no eran ningún recurso literario que destila olor a cliché.
Los ojos sonrientes existen. Y existen en ella.
Hasta que ella lo miró.
No, la primera vez que ella lo miró no fué con esos ojos. Sí estaba contenta de verlo, de saber que estaba ahí, pero no era esa mirada. En el segundo encuentro tampoco estuvo esa mirada. En los ojos de ella sólo había fuego, esperando a consumirse con él. Todo fué vertiginoso y voraz esa vez. Tuvo que esperar, un par de encuentros, para contemplar maravillado esa mirada.
Como todo lo lindo que suele suceder, fué con un comienzo de una mezcla entre certeza e incertidumbre de lo que iba a pasar, fugaz pero intenso.
Fué como un gol de Riquelme de tiro libre.
Ella se sentía mal ese día. Él había ido a cuidarla, a mimarla, a malcriarla. Quería verla.
Se recostaron juntos, casi pegados. Ella con una pierna sobre él, y acariciándole el pelo y una mejilla. Una mano de él en su cintura, la otra rodéandole el cuello. Ella le pregunta varias veces esa noche si así está cómodo. Él dice que sí, aunque no lo esté. Después piensa que sí, que está cómodo, porque está con ella.
Juegan entre ellos, sin saberlo. Cierran los ojos y después compiten por quién es el primero que espía al otro. Siempre pierde él. No puede, no quiere dejar de admirar tanta belleza. Como un deshidratado que encuentra un oasis, quiere tomarla lo más que pueda, casi atropellado.
De repente, casi como un rayo, ella abre los ojos y lo mira.
Franco intenta recordar cuánto tiempo fué eso. Sabe que fueron segundos nomás, pero... carajo, le parecieron minutos, hasta horas quizás. Él sintió que entró en un túnel, que empieza en ese par de ojos azules brillantes y no tiene idea dónde termina. Después, un tiempo después, descubre que ella también entró en su túnel, en ese cruce de miradas.
En esa mirada, de tan solo (como si fuera poca cosa!) unos segundos, Franco se dió cuenta que Gabriela le sonreía. Sí, le sonreía. En esos ojos del color del mar, él veía reflejada la sonrisa de ella. Y, como si hubiera sido un truco de magia, acto seguido ella le sonrió. Con toda la cara. Él también sonríe, sin darse cuenta.
Cierran los ojos y vuelven a intentar dormir. Franco sonríe otra vez, porque supo finalmente que los "ojos sonrientes" no eran ningún recurso literario que destila olor a cliché.
Los ojos sonrientes existen. Y existen en ella.
21 de junio de 2015
Buenos Aires.
Todo va muy rápido, o muy lento. No hay tiempo.
Es de madrugada, suena una radio que nunca se apaga.
Se escucha una charla, de dos que comparten cama.
Todo se va, o todo vuelve. No hay un camino.
Se apaga todo, hay silencio.
El deseo pelea contra molinos de viento.
Cada cigarrillo es un recuerdo.
Cada palabra es un momento.
Cada trago es un olvido.
Una tos a lo lejos, un grito más cerca.
Abajo hay un encuentro.
Se prende una luz en una calle, se apaga otra en una habitación.
Alguien termina una canción.
Un vaso queda vacío.
Se escucha una llamada de despedida.
Cada cigarrillo es un recuerdo.
Cada palabra es un momento.
Cada trago es un olvido.
Hay una pelea en un callejón oscuro.
Besos entre dos, en la puerta de un bar.
Alguien intenta dormir.
Hace frío adentro del departamento.
Nadie deja de respirar.
Todos dejan de pensar.
Cada cigarrillo es un recuerdo.
Cada palabra es un momento.
Cada trago es un olvido.
27 de mayo de 2015
Un bicho.
Existe un bicho, un bicho de mierda que siempre está ahí, adentro tuyo. Está esperando siempre, oculto en algún lado. Esperando a picar. Y cuando pica, arde. Duele. Sangra.
La intuición es una mierda.
La intuición no te salva, el saber no tranquiliza. Es una trampa muy bien armada. Lo único que calma es la alienación, la ignorancia y la baba. Mucha baba. Pero no. No hay alienación, tampoco ignorancia y la baba no sale a menos que se desconecten muchas neuronas al mismo tiempo de un piedrazo. Dejá la ficha en su lugar, no la saques. Dejala así ordenada que se ve linda y todo. Y no. La sacás, la mirás. Sí, era cómo la imaginabas. Y ahora? Ahora aguantate callado, por curioso.
La intuición es un bicho de mierda, que pica cuando te ve distraído. No lo podés atrapar, no lo podés controlar ni domesticar. Siempre está suelto. Siempre está.
------------------------------------------------------------------------------------------------------
Él sabía, se dió cuenta. Prefirió ignorar y seguir. Se echó todo encima, al hombro, como siempre hace. Esa soberbia de empleado porturario, que cree que puede cargarse cualquier bolsa a la espalda, como si nada. Nada es todo a veces. A la espalda suya se hizo todo. No hay lamento, todos los días es empleado del puerto.
------------------------------------------------------------------------------------------------------
Existe un bicho, que está siempre dentro tuyo. Espera, paciente, salir y picar. Pica y arde. Duele. Sangra.
25 de mayo de 2015
Uno.
Corría por la calle, perseguido. Estaba oscuro, los árboles tapaban cualquier intento de entrada de luz. Frena en seco, deja de correr. Gira y mira.
Estaba solo.
Se despierta. Putea a su inconsciente, porque era todo un sueño. Se levanta.
Está solo.
Desayuna, se ducha, sale. Se va. Trabaja. Compra una cerveza, volviendo a casa. Llega, se sienta, cena.
Está solo.
Abre la cerveza, la toma. Prende un cigarrillo, lo fuma. Silencio. Se acuesta a dormir. Esa noche sueña con ella. Se despierta. Putea a su inconsciente, porque todo era un sueño. Se levanta.
Está solo.
Estaba solo.
Se despierta. Putea a su inconsciente, porque era todo un sueño. Se levanta.
Está solo.
Desayuna, se ducha, sale. Se va. Trabaja. Compra una cerveza, volviendo a casa. Llega, se sienta, cena.
Está solo.
Abre la cerveza, la toma. Prende un cigarrillo, lo fuma. Silencio. Se acuesta a dormir. Esa noche sueña con ella. Se despierta. Putea a su inconsciente, porque todo era un sueño. Se levanta.
Está solo.
19 de diciembre de 2013
Madrugada.
Eran las cinco de la mañana y él seguía despierto. A pesar del día largo, no logró conciliar el sueño. Y ahora, a una hora de tener que levantarse, era en vano seguir intentándolo.
Prefirió concentrarse en ella, quien tampoco podía dormirse.
Él le besó tiernamente la espalda y los hombros. Ella sonreía sin mirarlo. Giró y lo miró a los ojos. Él le acarició una mejilla y le comenzó a acariciar el pelo.
Ella cerró los ojos, para dejarse llevar por el éxtasis que le provocaban las caricias de él. Al rato, se quedó finalmente dormida.
Él no podía dejar de mirarla, de admirarla. Estaba hipnotizado.
Se le erizaba la piel, tal era el efecto que ella causaba en él. No pensaba en otra cosa más que en abrazarla, protegerla, amarla...
- Qué linda sos, la puta madre, murmuró para sí.
Ella, dormida, lo buscó. A tientas, lo encontró, lo abrazó y respiró profundamente. Ahora estaba tranquila. Como que, el haberlo encontrado, le dió una sensación de pertenencia; que estaba donde debía y quería estar. Ella volvió a abrir los ojos. Se acomodó, para quedar frente a él. Por un instante, que les pareció eterno, se miraron; amándose.
Ella le dió un beso en la frente y se acomodó otra vez, para seguir durmiendo.
Él le besó la espalda y le susurró: - Dulces sueños, amor.
Prefirió concentrarse en ella, quien tampoco podía dormirse.
Él le besó tiernamente la espalda y los hombros. Ella sonreía sin mirarlo. Giró y lo miró a los ojos. Él le acarició una mejilla y le comenzó a acariciar el pelo.
Ella cerró los ojos, para dejarse llevar por el éxtasis que le provocaban las caricias de él. Al rato, se quedó finalmente dormida.
Él no podía dejar de mirarla, de admirarla. Estaba hipnotizado.
Se le erizaba la piel, tal era el efecto que ella causaba en él. No pensaba en otra cosa más que en abrazarla, protegerla, amarla...
- Qué linda sos, la puta madre, murmuró para sí.
Ella, dormida, lo buscó. A tientas, lo encontró, lo abrazó y respiró profundamente. Ahora estaba tranquila. Como que, el haberlo encontrado, le dió una sensación de pertenencia; que estaba donde debía y quería estar. Ella volvió a abrir los ojos. Se acomodó, para quedar frente a él. Por un instante, que les pareció eterno, se miraron; amándose.
Ella le dió un beso en la frente y se acomodó otra vez, para seguir durmiendo.
Él le besó la espalda y le susurró: - Dulces sueños, amor.
11 de diciembre de 2013
El Electricista
Hace ya un tiempo largo que se veían, se encontraban y se encerraban en el departamento. Dicen que la repetición se torna aburrida, que la rutina mata a la pasión. Ellos no supieron nunca de este dicho, lo ignoraban por completo.
Él iba siempre los viernes, pasadas las siete. Tocaba el timbre del edificio, en la calle Gascón, y esperaba. Ahí aparecía ella, quien merece un párrafo aparte.
Morocha, flaca y alta. Bien proporcionada, curvas prolijas y una sonrisa más peligrosa que una célula de Al Qaeda. Inteligente, simpática y muy cabrona. Bravísima.
En el hall del edificio, siempre era todo etiqueta y corrección, no fuera cosa que se cruzaran a algún vecino. La casualidad, a veces, es inoportuna. Cuando entraban al ascensor, la historia era otra.
A ella le gustaba azotarlo contra una de las paredes del ascensor, y besarlo con todas las ganas que guardó en la semana. Él se dejaba arrastrar. Era el más joven, casi inexperto, pero le encantaba que ese mar embravecido hecho mujer, se lo llevara puesto.
Una ola tras otra, rompían contra él. Se enredaban en la incomodidad de las puertas, las hebillas, cierres y botones.
Ella dominaba todo el plano, toda la escena, de principio a fin. Era la actriz protagónica, aunque él de vez en cuando le disputara ese protagonismo.
Todo pasaba a la velocidad justa, con la rapidez que le imprimía el deseo, con la lentitud que supone el disfrute.
Recién estando sosegados, era cuando comenzaban a intercambiar palabras. Ella abrazada a él, contándole sus cosas, su vida. Él acariciándole el pelo, la escuchaba atento. Desde el principio, hubo un acuerdo tácito, que ponía al deseo como una prioridad.
Viernes, sábado y domingo a la madrugada, casi tres días juntos, solos, encerrados en el departamento, vaciándose el deseo.
Pasaron ya cinco años de esa experiencia, pero él recuerda todavía hasta los detalles más íntimos. Desde estar acostados, mirando al techo y fumando del mismo cigarrillo en silencio, hasta la costumbre de ella, de usar sus camisas como pijamas.
Esto era algo temporal, con una fecha de vencimiento. Fecha incierta, pero inminente. Ambos lo sabían, aunque no lo decían. No querían asumirlo, pero, de a poco, uno se estaba convirtiendo en la adicción del otro y viceversa.
Llegó finalmente el momento. La temporalidad de la relación se hizo una realidad, mezclándose con una sensación de abandono y algo de tragicomedia. Un trago amargo, que a él le pegó bien fuerte.
Un domingo se dieron una serie de eventos, que culminaron en el final.
Él, ellos en realidad, se quedaron dormidos más tiempo del usual, exhaustos después de una madrugada feroz, como si hubieran presentido lo que iba a pasar.
9 de la mañana, suena el timbre. "¿quién carajo puede ser a esta hora?", los dos se preguntaron lo mismo. Ella se levanta y atiende, voltea hacia él, seria. - Mi ex con los nenes, dice.
Empiezan a discutir, nerviosos los dos. Ella lo quiere esconder, él se niega. - No sé para qué me tengo que esconder, si están divorciados ustedes. Ella le grita que es pendejo todavía, que no entiende nada.
Todo se rompió.
Bajan en el ascensor, en silencio los dos. Pero en el 2do piso no se aguantan y se besan, consumiendo las últimas gotas de lo que alguna vez fué un excelente vino, hasta la planta baja. Era el final.
Van hasta la puerta. El "otro" mira desconfiado y apenas la puerta se abre, pregunta quién es él. Ella se apura a responder: - Es el electricista, vino a hacerme un presupuesto, por un par de cosas que no funcionan, luces, un toma y el secador de pelo.
El electricista. Él mastica ese garrón, intentando tragarlo lo más rápido posible. Entiende que, para eso, se tiene que ir ya. Saluda y se va, pero el "otro" lo frena. - Flaco, dejame tu número, así también te llamo yo, que tengo un ventilador que no me funciona y no sé qué tiene. Él, todavía en una nebulosa, tratando de entender qué pasaba, mecánicamente anota el número en un papel y se lo da.
El "otro" remata la escena, diciéndole en tono socarrón: - Ojo con ella, no sea cosa que te quiera levantar, mirá que es peligrosa eh. Y se ríe estruendosamente.
Él, muy tranquilo, le responde: - Solamente soy el electricista, don.
Él iba siempre los viernes, pasadas las siete. Tocaba el timbre del edificio, en la calle Gascón, y esperaba. Ahí aparecía ella, quien merece un párrafo aparte.
Morocha, flaca y alta. Bien proporcionada, curvas prolijas y una sonrisa más peligrosa que una célula de Al Qaeda. Inteligente, simpática y muy cabrona. Bravísima.
En el hall del edificio, siempre era todo etiqueta y corrección, no fuera cosa que se cruzaran a algún vecino. La casualidad, a veces, es inoportuna. Cuando entraban al ascensor, la historia era otra.
A ella le gustaba azotarlo contra una de las paredes del ascensor, y besarlo con todas las ganas que guardó en la semana. Él se dejaba arrastrar. Era el más joven, casi inexperto, pero le encantaba que ese mar embravecido hecho mujer, se lo llevara puesto.
Una ola tras otra, rompían contra él. Se enredaban en la incomodidad de las puertas, las hebillas, cierres y botones.
Ella dominaba todo el plano, toda la escena, de principio a fin. Era la actriz protagónica, aunque él de vez en cuando le disputara ese protagonismo.
Todo pasaba a la velocidad justa, con la rapidez que le imprimía el deseo, con la lentitud que supone el disfrute.
Recién estando sosegados, era cuando comenzaban a intercambiar palabras. Ella abrazada a él, contándole sus cosas, su vida. Él acariciándole el pelo, la escuchaba atento. Desde el principio, hubo un acuerdo tácito, que ponía al deseo como una prioridad.
Viernes, sábado y domingo a la madrugada, casi tres días juntos, solos, encerrados en el departamento, vaciándose el deseo.
Pasaron ya cinco años de esa experiencia, pero él recuerda todavía hasta los detalles más íntimos. Desde estar acostados, mirando al techo y fumando del mismo cigarrillo en silencio, hasta la costumbre de ella, de usar sus camisas como pijamas.
Esto era algo temporal, con una fecha de vencimiento. Fecha incierta, pero inminente. Ambos lo sabían, aunque no lo decían. No querían asumirlo, pero, de a poco, uno se estaba convirtiendo en la adicción del otro y viceversa.
Llegó finalmente el momento. La temporalidad de la relación se hizo una realidad, mezclándose con una sensación de abandono y algo de tragicomedia. Un trago amargo, que a él le pegó bien fuerte.
Un domingo se dieron una serie de eventos, que culminaron en el final.
Él, ellos en realidad, se quedaron dormidos más tiempo del usual, exhaustos después de una madrugada feroz, como si hubieran presentido lo que iba a pasar.
9 de la mañana, suena el timbre. "¿quién carajo puede ser a esta hora?", los dos se preguntaron lo mismo. Ella se levanta y atiende, voltea hacia él, seria. - Mi ex con los nenes, dice.
Empiezan a discutir, nerviosos los dos. Ella lo quiere esconder, él se niega. - No sé para qué me tengo que esconder, si están divorciados ustedes. Ella le grita que es pendejo todavía, que no entiende nada.
Todo se rompió.
Bajan en el ascensor, en silencio los dos. Pero en el 2do piso no se aguantan y se besan, consumiendo las últimas gotas de lo que alguna vez fué un excelente vino, hasta la planta baja. Era el final.
Van hasta la puerta. El "otro" mira desconfiado y apenas la puerta se abre, pregunta quién es él. Ella se apura a responder: - Es el electricista, vino a hacerme un presupuesto, por un par de cosas que no funcionan, luces, un toma y el secador de pelo.
El electricista. Él mastica ese garrón, intentando tragarlo lo más rápido posible. Entiende que, para eso, se tiene que ir ya. Saluda y se va, pero el "otro" lo frena. - Flaco, dejame tu número, así también te llamo yo, que tengo un ventilador que no me funciona y no sé qué tiene. Él, todavía en una nebulosa, tratando de entender qué pasaba, mecánicamente anota el número en un papel y se lo da.
El "otro" remata la escena, diciéndole en tono socarrón: - Ojo con ella, no sea cosa que te quiera levantar, mirá que es peligrosa eh. Y se ríe estruendosamente.
Él, muy tranquilo, le responde: - Solamente soy el electricista, don.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)